La llamada del vacío

La llegada del otoño en Uribe siempre trae consigo un característico color rojizo en las copas de las encinas y los robles, y un verde apagado y casi marrón como la tierra que se empieza a adueñar de los prados y las montañas del valle. El cálido mes de agosto deja paso, gradualmente, pero de forma implacable, a una sensación térmica más próxima a los peores días de invierno. La luz en el ambiente también decae y los días se hacen más cortos.

Pero para Jon, ésta época del año significa algo más. Algo que lleva intentado ocultar desde hace por lo menos una década. Y que le ha obligado a refugiarse en un pequeño caserío en la falda de uno de los montes que conforman el valle de Asúa, al suroeste de la región.

Su aislamiento por lo tanto es autoimpuesto, aunque no siempre fue así.

11 años atrás, recién estrenada la treintena, Jon gestionaba una pequeña ebanistería en un pueblecito cercano. Su padre le había dejado al cargo desde hacía un tiempo y ya se podía permitir pensar en la jubilación sin agobios y con la conciencia tranquila de dejar el negocio familiar, transmitido durante unas cuantas generaciones, en buenas manos.

Todo se torció una mañana a mediados de octubre. El padre de Jon, Ohian, notó un comportamiento extraño en su hijo. Cierta intranquilidad en su mirada que le llevó a sospechar que algo no iba bien. Y entonces, sin previo aviso, Jon cogió uno de los martillos que colgaban de la pared del taller, y se abalanzó sobre su padre sin mediar palabra. El hombre apenas pudo esquivar el golpe en el último momento, y fue su mano la que se llevó la peor parte. Un grito de dolor inundó toda la estancia y, asustado e incrédulo, se resguardó detrás de una de las enormes mesas de madera blanca donde habitualmente cortaban y confeccionaban las piezas. Sujetando su mano ensangrentada y dolorida con la otra, y con una expresión de confusión en el rostro, miró a su hijo intentando comprender lo que acababa de suceder.

Jon dejó caer el martillo, y cubrió con sus manos aun temblorosas su rostro sudoroso por la adrenalina del momento. Segundos después, que para los dos fueron horas, se acercó a su padre para intentar restablecer la cordura.

- ¿Qué te pasa? ¿Qué has hecho? –le increpó desde la esquina del taller donde permanecía, apartándose de él sin comprender nada.
-Lo siento –contestó él –hace tiempo que quería explicártelo. Creía tenerlo controlado pero esta vez me ha sido imposible.
- ¿De qué estás hablando? -contestó. Su mano ya no sangraba, pero la hinchazón era remarcable y requería atención medica de alguna clase cuanto antes.
-Verás, desde hace tiempo, y sobre todo en esta época del año, tengo una extraña sensación. No ocurre siempre, pero cuando me asalta, es muy intenso. Un impulso de pensar qué pasaría si llevara a cabo algunos pensamientos irracionales que se me pasan por la cabeza. Son siempre pensamientos destructivos, tanto hacia mi mismo como hacia los demás.

Su padre escuchaba atónito cada una de las palabras de Jon, sin salir de su asombro.
Entonces Jon hincó una rodilla en el suelo y se puso a llorar, impotente, ante la barbaridad que acababa de cometer contra su propio padre. Ohian lo abrazó, primero cautelosamente, y luego más decidido, mientras le susurraba al oído, para calmarlo, que buscarían ayuda y saldrían de esta.

-Ya lo he intentado –contestó, recuperando la compostura. He leído sobre el tema, por lo visto le pasa a mucha gente, hay bastante documentación al respecto. Lo llaman la llamada del vacío. En determinadas situaciones, conduciendo, o en un acantilado, se te pasa por la cabeza lo fácil que sería matar a alguien, o a uno mismo. Un simple acelerón, un simple paso. La mayoría simplemente tiene ese pensamiento y lo descarta inmediatamente. Pero un porcentaje muy bajo no lo consigue tan fácilmente, y debe hacerle frente para sobreponerse. Eso es lo que me pasa a mí. Y noto que va a peor. Lo que acaba de pasar era cuestión de tiempo. Y la confirmación de que esto es real.

-No hay mucho que se pueda hacer –continuó. Pero no puedo seguir aquí, no puedo poner en riesgo a la gente a la que quiero. Eres mi única familia, y no puedo permitir que te pase algo por mi culpa. Jamás me lo perdonaría.
Desde la muerte de su madre unos años atrás, por una larga enfermedad, los dos se habían trasladado a un pequeño apartamento del centro, dejando el caserón en el que habían vivido toda la vida. Demasiado grande, y demasiados recuerdos.
Esa tarde terminó en el ambulatorio, con 3 huesos rotos, una mano en cabestrillo y una excusa barata sobre lo que había sucedido. Y esa misma tarde también, Jon tomó la firme decisión de marcharse.

10 años después de aquella tarde, la vida en la montaña no había cambiado excesivamente sus hábitos. Su padre venía a visitarlo cada primavera. El traspaso del negoció le permitió tener una jubilación aún mejor de la esperada y se dedicaba a viajar lo más que podía. Nunca estuvo de acuerdo con la decisión de su hijo, pero, por otro lado, también la entendía.


Los últimos rayos de sol se colaban por la ventana del caserón. Era tarde y comenzaba a hacer frío, incluso dentro de la casa. Jon encendió la chimenea como hacía cada atardecer y se disponía a preparar la cena, cuando un silbido lejano primero, y luego cada vez más intenso, le hizo salir a la parte trasera de la casa, que daba a la ladera de la montaña.

Ahora el estruendo era ensordecedor, y provenía de encima de su cabeza. Alzó la vista por encima de la montaña justo para ver pasar un avión volando a muy baja altura, rozando las copas de los árboles. Creyó que se le venía encima y comenzó a correr para ponerse a resguardo, pero ya era muy tarde. El avión se estrelló a un escaso kilómetro de donde estaba él, y la onda expansiva lo empujó hacia atrás, haciéndole rodar por el suelo hasta golpearse la cabeza con un tronco.

Dolorido, se incorporó como pudo y contempló la horrible escena. Una gran columna de humo negro se alzaba en el horizonte, y el olor a queroseno inundaba todo el aire. A lo lejos únicamente podía distinguir una de las alas en posición vertical.
Ignorando su propio dolor y el peligro de acercarse, o tal vez atraído inconscientemente por eso, corrió hacia el lugar del siniestro tropezando y rodando varias veces por el suelo. El corazón se le iba a salir del pecho, pero sentía que, en aquel lugar, a mucha distancia de cualquier otro núcleo de población, era su responsabilidad hacer lo que estuviera en su mano.

Cuando llegó al lugar del impacto, había escombros y restos del fuselaje esparcidos en un radio muy amplio en un claro del bosque rodeado de árboles y grandes elevaciones rocosas. Una gran porción del terreno estaba completamente al descubierto debido al impacto y uno de los motores estaba en llamas, que amenazaban con extenderse al resto de las partes del avión, hasta 3 grandes cavidades pudo contar, que separaban la cabina en otras tantas mitades.

Ante tal visión, empezó a dudar que pudiera hacer realmente algo. Estuvo a punto de vomitar en varias ocasiones al ver a través de las ventanillas ensangrentadas lo que quedaba de algunos pasajeros, pero intentó mantener la compostura, seguramente ayudado también por la adrenalina del momento. De repente, entre el crepitar de las llamas, pudo escuchar unos lamentos que provenían de la parte trasera del avión, muy cerca de la cola. Al acercarse un poco más, saltando entre montículos de tierra levantados y sobre lo que podía imaginar eran cuerpos semienterrados entre restos de metal y equipaje, logró distinguir una forma acurrucada en uno de los asientos centrales, que a duras penas se movía. A su alrededor no había nada más que salvar, era bastante evidente. Jon se introdujo en el cilindro de metal totalmente deformado y abollado e intentó hablar con lo que le pareció un niño de unos 10 años. Le faltaba uno de los zapatos y tenía un fuerte golpe en la parte superior de la cabeza.

-Tranquilo –le dijo, mientras intentaba desabrocharle el cinturón. Te sacaré de aquí.

El chico estaba completamente en shock y no reaccionaba, así que Jon tuvo que emplearse a fondo y cargar con el como si fuera un peso muerto. El metal empezó a crujir por el impacto y la deformación sufrida, y las llamas comenzaban a acercarse peligrosamente al ala izquierda, donde estaban los depósitos del otro motor.
Con el chico en brazos, intentó alejarse lo más posible de los restos de la nave y dejarlo en un lugar seguro, pero el esfuerzo acumulado había sido enorme y apenas pudo recorrer unas decenas de metros. Muy a lo lejos, creyó escuchar las sirenas de ambulancias o bomberos, o tal vez fuera una alucinación, no estaba seguro.
De repente, escuchó a sus espaldas una explosión atronadora, y todo el avión quedó envuelto en una gran bola de fuego. Un calor insoportable le quemó toda la espalda mientras intentaba proteger al chico, cubriéndolo lo más que pudo contra el suelo.
El ala que hasta ese momento había permanecido en posición vertical, se vino abajo con tan mala suerte que se precipitó sobre ellos.

Minutos después, cuatro dotaciones de bomberos seguidos de una fila interminable de ambulancias llegaron al lugar. Los primeros lucharon contra las llamas durante un tiempo que parecía no acabar nunca. Los segundos, desgraciadamente, no tuvieron tanto trabajo.
Los perros de rastreo se pusieron a buscar supervivientes una vez controlado el incendio, pero muy pronto regresaron a sus dueños sin ninguna buena noticia. Excepto uno.
Debajo de una de las alas, parcialmente calcinada, encontraron el cuerpo inerte de una persona adulta y bajo lo que quedaba de él, un chiquillo completamente aterrado y desorientado, pero aparentemente en buen estado.

3 años después, como cada otoño, Oihan depositó un ramo de flores en el lugar del siniestro, para recordar a su hijo. Las causas del accidente nunca se esclarecieron, y el muchacho fue el único superviviente. Con todas las probabilidades en su contra, su suerte cambió gracias al sacrificio de una persona que se encontraba en el lugar correcto, en el momento correcto.



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